miércoles, 31 de mayo de 2017

Neuroética y género

Ahora bien, frente a esta breve caracterización de la neuroética cabe preguntarse: ¿en qué medida debe la neuroética estar atenta a consideraciones de género? ¿Cuáles serían sus puntos centrales de análisis?
Una de las típicas preocupaciones centrales de la perspectiva de género ha sido visibilizar la experiencia de las mujeres, y articular y proponer respuestas a las cuestiones problemáticas que estas viven, no solo a nivel individual, sino también colectivo. Entre estas cuestiones se encuentran la situación de subordinación, discriminación y desventaja social frente al varón.Subsanar esto, según el grueso del feminismo, requiere una forma diferente de percibir la realidad en la cual se soslayen las jerarquías de género y se denuncien sus consecuencias opresivas en general.
El feminismo procura construir su análisis teórico dentro de una perspectiva político-social particular, planteando la necesidad de repensar y modificar las prácticas, las estructuras sociales y culturales, y los supuestos poco cuestionados pero muy arraigados que han llevado a minimizar y desvalorizar a las mujeres y su capacidad como agentes morales.9 Desde ese punto de vista teórico, más apto para señalar las disparidades injustas o arbitrarias y para articular las prácticas y conductas discriminatorias, el feminismo procura, muchas veces con éxito, visibilizar los reclamos y derechos de las mujeres y el modo en que operan las categorías de género y sexo.
Es indudable que el feminismo no es un sistema monolítico,10 ni tampoco existe un consenso sobre el conjunto de requisitos básicos que deben cumplirse para que un enfoque particular pueda ser denominado feminista. Sin embargo, es razonable decir que lo mínimo necesario para que una postura merezca tal apodo es que parta de la base de que las mujeres se encuentran por lo general en una posición de desigualdad frente a los varones, a pesar de que poseen la capacidad de llevar vidas tan valiosas como ellos y que merecen respeto por parte de los individuos (varones y mujeres) y también por parte de las instituciones públicas (Moody-Adams 2005).
A lo largo de los años, el pensamiento feminista ha desempeñado un papel crítico en una serie de campos no solo teóricos, sino también prácticos: logró en cierta medida cambiar las perspectivas tradicionales de pensar la política y la ética, tanto la ética normativa tradicional como las nuevas éticas aplicadas. Un ejemplo claro es el impacto que ha tenido en la bioética en general. Me detengo un instante en este punto porque, dados ciertos puntos de contacto entre la bioética y la neuroética, entendidas ambas como éticas aplicadas, con frecuencia se utilizan los marcos teóricos de la bioética para entender y discutir algunos problemas éticos planteados por las neurociencias.
Uno de los méritos de la bioética es haber promovido una discusión interdisciplinaria sobre cuestiones de ética social, incluidas algunas que atienden en particular a las mujeres; por ejemplo, la permisividad moral del aborto y de la reproducción asistida o, más recientemente, el debate sobre la investigación con células madre. Sin embargo, varias pensadoras feministas han cuestionado con seriedad el acotado interés inicial de la disciplina. La bioética, decían, discute temas muy vinculados con las experiencias de las mujeres —como el aborto o la anticoncepcion—, pero no aciertan en denunciar su situación de desigualdad, ni se proponen de manera explícita reivindicar su agencia moral. La mayoría de las discusiones sobre temas bioéticos se caracterizaron en un inicio por su grado de abstracción, su falta de contextualización y su visión despolitizada de la sociedad civil y en particular de la familia, lo cual trajo aparejado un olvido de la subordinación de las mujeres y de su falta de autonomía —y también en muchos casos, aunque no en todos, la falta de independencia material— necesaria para decidir sobre su cuerpo, sus proyectos reproductivos y hasta sobre sus planes de vida (Sherwin 1996).
Las posturas de orientación feminista proponen una visión diferente que considere al sexo, al género y a otras características marginalizadas como conceptos que se entrecrucen con las relaciones de poder dentro del ámbito de la medicina y las ciencias biológicas.11 La bioética feminista, en síntesis, ha propuesto integrar “la penetración del movimiento de salud de las mujeres con un análisis interdisciplinario de las relaciones estructurales que dividen y marginalizan a las personas, y las perspectivas de aquellos que no encajan dentro de las categorías abstractas de los marcos bioéticos dominantes” (Donchin 2004).
¿Qué podría aportar un análisis de la investigación neurocientífica moldeado por categorías de género? En tanto que la neuroética tiene relaciones firmes con la neurociencia, y esta nos permitiría —aunque por el momento de manera algo primitiva— adentrarnos de forma empírica en lo que nos hace ser quienes somos, sería esperable que una neuroética moldeada por consideraciones de género fomente un tratamiento más cuestionador de algunas prácticas científicas y de algunos de los conceptos utilizados, enriqueciendo el debate sobre algunos en especial controvertidos, como el dediferencia. Para hacerlo, la mirada de género debe someter a la neurociencia a un tipo de análisis crítico del cual se la ha tendido a exceptuar, en tanto se le considera, como se hace con frecuencia, un saber objetivo y neutral.
Hablar de la supuesta neutralidad de la ciencia implica hacer énfasis en un tema que es bastante generalizado en la crítica que hace el feminismo a la ciencia. Podemos dividir dicha crítica en dos niveles. El primero se concentra en la estructura general de la ciencia que, según varias pensadoras feministas, a lo largo de la historia estuvo asociada a una mirada masculina, lo cual se haría evidente si se repasan ciertas prácticas de exclusión y confinamiento de las mujeres en los campos menores de investigación. Las feministas argumentan que estas políticas de exclusión son fruto de prejuicios arraigados en el lenguaje y en los paradigmas de las ciencias, y por ello creen preciso diseñar políticas que permitan la incorporación de la mujer al trabajo científico (Longino 1993Harding 1986).
Asimismo, el pensamiento feminista ha cuestionado la naturaleza misma del conocimiento científico y su carácter sesgado producto de un uso de metodologías discutibles. Algunas pensadoras advierten, por ejemplo, que los recursos conceptuales disponibles en una cultura, las prácticas aceptadas, las relaciones de poder entre quienes producen una teoría y las relaciones de poder en las sociedades en las que se establece determinan lo que llamamos hechos y constituyen la naturaleza. Justamente uno de los aspectos más cuestionados desde el feminismo es la idea prevalente de que las ciencias experimentales son objetivas y que el conocimiento científico derivado de diversas hipótesis está libre de errores y es neutral en términos valorativos. Estas pensadoras señalan que por lo regular la objetividad científica se presenta como resultado de una racionalidad que al parecer es inmune a prejuicios y puede describir al mundo de forma adecuada. Pero para el grueso del feminismo esta objetividad y racionalidad científicas no son neutrales, sino que reflejan intereses y valores de personas determinadas y se utilizan con frecuencia para legitimar desigualdades y justificar la posición inferior de las mujeres en diversos ámbitos (Harding 1996).
Teniendo en cuenta lo anterior, para el feminismo el desafío en gran medida es triple. Por un lado se encuentra la cuestión de cómo se llega al conocimiento científico, de modo tal que este ya no sea resultado de prejuicios y estereotipos injustificados. Por otro lado, se encuentra la cuestión de cómo producir conocimiento que no perjudique a grupos por lo regular marginados ni derive en mayores discriminaciones e inequidades. Por último, se encuentra el tema de cómo entender la noción de objetividad y qué papel darle.12 Frente a este desafío existen una diversidad de propuestas, pero, pese a sus diferencias, hay consenso de que es importante que se tome como punto de partida la idea de que el conocimiento científico es interactivo, y por ende, no es inmune a la sociedad en la que se encuentra. Además, el grueso de las feministas considera que la situacionalidad de la actividad científica no debería llevar ni implicar el abandono —muy peligroso— de la noción de objetividad ni una caída en el aún más peligroso relativismo. Helen Longino, por ejemplo, señala que en tanto la ciencia es “una interacción constante con nuestro medio social y natural”, la objetividad no debe ser rechazada.13 No obstante, debe incorporar múltiples perspectivas y ser reconfigurada sobre la base del reconocimiento de que toda actividad humana se encuentra situada en comunidades particulares.
En tanto un tipo de quehacer científico, la neurociencia no se encuentra inmune a este tipo de críticas. Es una actividad inserta en una realidad (local y global) moldeada por consideraciones sociales, económicas y políticas. Por tanto, una neuroética atenta a consideraciones de género no debe examinar a la ciencia sólo tomando en cuenta los resultados que produce. Debe, en cambio, inquirir detenidamente en el tipo de investigación que hace y los supuestos sobre los que descansa, con el objeto de determinar hasta qué punto los resultados científicos, lejos de ser objetivos, son producto de algún tipo de prejuicio (sea de género o de otro tipo).

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