miércoles, 31 de mayo de 2017

La neurociencia y las diferencias sexuales

Existe un grupo de preguntas que, aunque no son novedosas, están adquiriendo una nueva relevancia. Por ejemplo: ¿existen diferencias innatas entre hombres y mujeres? ¿Qué tipo de diferencias? Y, si tales diferencias existen, ¿cuáles son sus secuelas sociales y éticas? Algunos estudios sobre la anatomía, funcionalidad y química del cerebro —muchos de ellos posibles gracias a los adelantos en neuroimágenes— pueden aportar datos distintos para la discusión. Mas allá de la evidencia existente sobre las diferencias generales entre los cerebros de las mujeres y los de los varones, existen estudios que apuntan a variaciones estructurales y funcionales de regiones cerebrales específicas, como el hipocampo y la amígdala (Cahill 2006). Algunos estudios sobre el procesamiento y desarrollo del lenguaje y la lateralización cerebral justificarían la creencia generalizada de que las mujeres poseen una capacidad de producción y comunicación lingüística superior a la de los varones (Kimura 1999b). Otros estudios sobre la interconectividad de las regiones cerebrales permitirían explicar patrones de comportamiento diferentes en pruebas psicológicas, de acuerdo con las cuales los varones se desempeñan mejor en tareas relacionadas con la espacialidad, la rotación y la aparición de objetos, y en disciplinas abstractas como las matemáticas, mientras que las mujeres se desempeñan mejor en pruebas relacionadas con el reconocimiento de las emociones y la sensibilidad social. El conocido psicólogo Simon Baron-Cohen ha propuesto una interpretación de tales diferencias en términos del nivel de testosterona fetal y de sus efectos sobre el cerebro, cuyo resultado sería que en las mujeres el cerebro se articula en función de la empatía y en los hombres en torno a la sistematización (Baron-Cohen 2003; 2005Baron-Cohen et al. 2011).15 Sin dejar de lado la influencia del ambiente, Baron-Cohen otorga preeminencia a los atributos fisiológicos y biológicos que, a su vez, explicarían las diferencias significativas en lo que configura el desarrollo cognitivo y el comportamiento de hombres y mujeres. En suma, estos estudios sugieren que nos encontramos entonces frente a dos cerebros biológicamente diferentes, lo cual en teoría explicaría tendencias psicológicas y conductuales diferentes.
Este tipo de estudios, sus interpretaciones y la difusión de sus resultados, genera una cierta perplejidad en el grupo acotado de algunos neurocientíficos y académicos que muestran escepticismo respecto a cómo se han llevado a cabo y que notan que en realidad la existencia de diferencias sexuales no es tan definitiva como parece, y que, aun si lo fuera, no es claro que tal dato en particular sea relevante.16 Sin embargo, el público por lo general tiende a aceptar dichas diferencias de manera acrítica y a veces celebratoria. En cierta medida, por el hecho de que son resultados de estudios científicos, el impacto en el público es mayor y en general positivo: la ciencia les otorga una cierta legitimidad que termina reforzando ciertas creencias comunes sobre rasgos estereotípicos asociados a lo largo de la historia con los hombres y las mujeres. Sin embargo, y pese a su atractivo popular, la discusión moral sobre este tipo de investigaciones apenas está comenzando (impulsada por pensadoras y pensadores de orientación feminista) y, por cierto, es saludable que se profundice. A continuación me concentro en las cuestiones éticas planteadas acerca de este tipo de investigación del cerebro.

Los temas éticos

Sobre supuestos y prejuicios cuestionables

Hemos dicho ya que a nivel del quehacer científico se presentan como mínimo dos rutas distintas de reflexión neuroética. La primera aborda los estudios en sí, tomando en cuenta sus presupuestos, la manera en como se llevan a cabo y también su interpretación. Ahora bien, desde una perspectiva de género, una de las preocupaciones más fuertes se relaciona con la supuesta objetividad de las investigaciones sobre diferencias sexuales y sus resultados. El primer punto que se destaca, entonces, es que los científicos no leen la naturaleza y descubren hechos puros e independientes de las relaciones e inquietudes de los involucrados. Es decir, la investigación científica no ocurre en un vacío social: investigar un tema particular implica partir de una perspectiva y una cosmovisión determinada, lo cual lleva a elegir un diseño específico. Por ello, es esperable que los hechos del cerebro que se conocen sean aquellos que son el resultado de comunidades de científicos que trabajan en un contexto particular con valores determinados y sobre la base de supuestos específicos, a veces inadvertidos (Fine 2010aKaiser et al. 2009).
De acuerdo con la neurocientífica Catherine Vidal, uno de los supuestos operativos más evidentes en algunas investigaciones sobre diferencias sexuales es la idea de que, lejos de ser dinámico, plástico y variable, el cerebro está fundamentalmente determinado de antemano. Vidal señala que, aun si los estudios muestran que existen diferencias entre los hombres y las mujeres, suponer que estas son innatas e inmutables implica caer en un prejuicio biologicista cuestionable. Vidal se refiere a la neurocientífica Doreen Kimura como representante de tal biologicismo.17 Kimura plantea que las influencias hormonales sobre el desarrollo del cerebro explican las diferencias cognitivas entre hombres y mujeres. Para Kimura la cuestión es simple: desde el principio el cerebro presenta un sistema de ordenación diferente según se trate de un varón o de una mujer. Es por eso que considera que tiene sentido hablar de diferencias innatas con una fuerte influencia incluso sobre la conducta de los adultos (Kimura 1999a; 2005). Sin embargo, Vidal nota que varios científicos cuestionan esta concepción de un cerebro ya determinado. En realidad, estudios recientes sobre la plasticidad cortical permitirían concluir que la sociedad, la cultura y la experiencias de vida cumplen un papel crucial en la formación de las sinapsis cerebrales.18 De acuerdo con Vidal, solo 10% de las neuronas de los seres humanos se encuentran conectadas al nacer. Las sinapsis restantes se producen gradualmente debido a distintos estímulos educacionales, sociales, familiares y culturales. La llamada plasticidad cerebral tiene que ver precisamente con eso, con la forma en que la arquitectura cerebral estaría moldeada por componentes externos relacionados con el entorno familiar y social.19
La noción de plasticidad cerebral, adoptada y desarrollada por otros neurocientíficos como por ejemplo Jean-Pierre Changeux, constituiría entonces un desafío importante a la dicotomía por lo regular aceptada entre lo natural y lo cultural (Changeux 2005; Evers 2010; Fine 2010a). Para Changeux, el cerebro constituye un sistema abierto en el sentido de que tiene un intercambio constante de energía e información con el mundo exterior. Changeux describe la conectividad sináptica del cerebro humano como el resultado de un proceso evolutivo epigenético. El cerebro, nos dice, está determinado en parte por sus genes, pero estos están sujetos a un desarrollo neuronal relacionado con el aprendizaje y la experiencia. Vidal señala, entonces, que este tipo de postura sugiere que “la existencia y experiencia humana son simultáneamente biológicas y sociales” (Vidal 2011); las experiencias y aprendizajes en diversos contextos socioculturales conforman y organizan el cerebro, y a su vez originan capacidades y marcan comportamientos. Pero esto implicaría que, si en efecto existen diferencias funcionales y neuronales en la forma de procesamiento de estímulos de las mujeres y de los hombres, estas no tienen por qué ser del todo innatas, sino que pueden verse reforzadas por un entorno particular que socializa las diferencias de género (Fine 2010a).
Ciertas actitudes sesgadas no tienen que ver con una determinada concepción del cerebro, sino también con la interpretación de los resultados. Varias pensadoras feministas advierten que existe un paso entre lo que la ciencia muestra y la interpretación de tal evidencia. La tarea de interpretación de este tipo de estudios no es simple por varios motivos. En primer lugar, por la complejidad del órgano en cuestión. Es un hecho reconocido que el conocimiento actual sobre la relación entre las estructuras neuronales y el funcionamiento psicológico complejo es muy primitivo (Fine 2010b). En segundo lugar, se encuentra el tema del estatus epistemológico incierto de la neurotecnología, sobre todo de la neuroimagen, que aun siendo útil e informativa no brinda por el momento información concluyente (Roskies 2007;Schinzel 2011). Para ilustrar lo anterior, el método preferido para este tipo de estudios —la imagen por resonancia magnética funcional— se utiliza para asociar la realización de tareas con la activación de ciertas regiones cerebrales. Pero las imágenes logradas no muestran la actividad neuronal de manera directa: registran cambios hemodinámicos cerebrales que acompañan a la activación neuronal. Las neuronas requieren de nutrientes para funcionar y, en tanto que no los pueden almacenar, dependen del flujo vascular para obtenerlos (Fine 2010a). El incremento general de la actividad neural está entonces asociado con un incremento local de flujo sanguíneo. Los científicos comparan tal flujo, en distintas regiones cerebrales durante ciertas tareas específicas, para buscar diferencias significativas según la tarea involucrada. La realización de este tipo de estudios de imagen requiere de un grupo de investigadores que diseñen las tareas, evalúen los datos e interpreten las imágenes. Para Vidal, esto facilita la presencia de datos espurios o de exageraciones respecto de los resultados y de la posibilidad de localizar diferencias sexuales en el cerebro que pueden luego utilizarse para explicar distintos roles y ocupaciones de los sexos (Vidal 1995; 2005; 2011).
La neurocientífica Cordelia Fine denomina neurosexismo a la tendencia de algunos científicos de encontrar factores biológicos que a la larga refuerzan los estereotipos sexuales (Fine 2010a; 2008). El neurosexismo se caracterizaría por reflejar y al mismo tiempo promover creencias culturales sobre género, de modo tal que los datos sesgados sobre el cerebro pasan a ser parte de la cultura popular. Para Fine, el neurosexismo no solo es problemático en sí, sino que se presta a generar profecías autocumplidas: frente a estudios que legitiman diferencias, las mujeres tienden a verse en función de tales estereotipos y expectativas sociales, y sutil e inconscientemente van alterando sus intereses propios y fomentando rasgos que luego los estudios neurocientíficos descubren en las imágenes. En ese sentido, Fine considera que la difusión de resultados que muestran diferencias sexuales no brindaría una información útil, en tanto que no queda claro cuál es el origen de tales diferencias.

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