miércoles, 31 de mayo de 2017

Claves ontológicas de la Neuroética

Explicado cómo la alianza de la Neuroética biologicista y autonomista conlleva la progresiva disolución de las nociones de objetividad y de responsabilidad. Éste epígrafe está dedicado a mostrar otro bastión derribado bajo dicho paraguas: la noción de persona.
Utilizaré otra vez los trabajos de Farah como muestra representativa de lo que es la línea de pensamiento predominante en Neuroética. En el artículo de 2007, Personhood and Neuroscience: Naturalizing or Nihilating?, que Farah escribe junto a Andrea S. Heberlein, se ligan los conceptos persona y dignidad con concepciones religiosas que - en opinión de las autoras- la Neurociencia está destinada a desmitificar y reducir a teorías neuronales. El argumento de dicha investigación parte de la siguiente premisa: hay una intrínseca relación entre una definición personal de identidad humana y la creencia clásica en la libertad. Persona es "aquella responsable de sus actos y que, por ello, es susceptible de mérito o culpa". A la luz de esta definición cobra sentido, según las autoras, denominar acciones a la conducta de las personas -para diferenciar éstas de lo que son meros movimientos- yagentes a quienes puede imputarse responsabilidad real -en contraste con las simples reacciones atribuibles a los cuerpos físicos-. Y vamos a ver cómo es precisamente en este punto donde Farah da el salto de los planteamientos de la Neurociencia de la Ética a los de la Ética de la Neurociencia.
Farah tiene razón cuando afirma, por un lado, que la ética occidental lleva girando desde hace cientos de años en torno a una interpretación de dignidad humana que está fundada en la idea de persona[16]. Y por el otro, cuando reconoce las implicaciones éticas que tiene el hecho de que la Neurociencia acabe con la creencia en la responsabilidad humana (48). Las consecuencias del matrimonio entre el biologicismo y autonomismo saltan otra vez a la vista: Farah se da cuenta de que la Bioética contemporánea, naive cuanto cabe, ha estado abordando los problemas éticos en su dimensión moral, sin atender ni discutir las premisas sobre la agencia que sostienen tales discursos. Ha llegado el momento -nos insta la autora- de que los bioeticistas comiencen a aceptar y a usar el gran número de piezas que la Neurociencia ya es capaz de ofrecer en el puzle ético del aborto, de la eutanasia, de la muerte cerebral o de la experimentación animal.
Veamos un caso concreto de lo que Farah está tratando de transmitirnos, que no es otra cosa que el ideario eliminativista. La autora presenta algunas hipótesis neurobiológicas en boga para explicar la honda creencia en el carácter singular y sobrenatural de la realidad humana, que es, según ella, expresión de una clara ventaja evolutiva. "Nuestra supervivencia individual depende del éxito que tengamos en relacionarnos con los de nuestra propia especie". Farah relaciona esta tesis con la teoría de Daniel Dennett sobre la actitud intencional. El ser humano se distingue, según el filósofo de la Universidad de Tufts, por su capacidad cognitiva "para detectar a otros organismos con estados mentales intencionales, lenguaje y con una consciencia especial que no disfrutan otras especies". Farah se basará en dicha teoría para defender que la intuición por la que nos decimos unos a otros que las plantas son diferentes a las personas, es puramente categorial, funcional, pero sin referente ontológico. La persona no refiere a nada: es una creencia falsa que ha sido, durante mucho tiempo útil. Y puede que todavía lo sea, aunque con restricciones. "Nuestra sensación de que el mundo contiene dos categorías de realidades fundamentalmente diferentes, personas y no-personas, puede ser el resultado de una person-network [red neuronal] activada por ciertos estímulos y no por ninguna distinción fundamental entre los estímulos que tienden o no a activarla." Esta conclusión a la que llega Farah refleja perfectamente su teoría ambivalente sobre lo teórico y lo práctico: no porque una creencia sea falsa tenemos que erradicarla necesariamente de nuestra vida, y viceversa. Para Farah, lo crucial es saber dónde, cuándo y cómo manejar ficciones. Y lo mismo puede decirse de las verdades científicas, especialmente cuando de lo que se trata es de consolidar socialmente a la especie humana[17].
La identidad humana queda en la Neuroética contemporánea prácticamente naturalizada, es decir, reducida a entramados de causas eficientes. Los sistemas estáticos o dinámicos que percibimos como estables en la naturaleza, lo son por su estructura o particular homeostasis. Es cierto que, en el caso de los sistemas neuronales, encontramos equilibrios con una estabilidad y capacidad de adaptación extraordinaria. Sin embargo, en lo que al tipo de identidad se refiere, no se diferencian del resto: devenir ciego de causas físicas. Esta teoría de la identidad no solo iguala al hombre con el resto de realidades naturales -no importa si vivas o inertes-, sino que además difumina los límites entre ellas y trivializa las diferencias. Entendamos que la denominación de causa interna y externa es siempre relativa y referencial a un determinado equilibrio. Así por ejemplo, el límite entre lo interno y lo externo de una célula (la unidad de lo viviente) se distingue, en tanto que realidad física, en función de los sistemas que participan en la persistencia de un concreto trozo de realidad. Pero tanto el punto de mira como el grado de persistencia dependen necesariamente del observador. Es por ello legítimo, en función de los criterios de demarcación que maneje el observador, hablar de la identidad de un átomo o de una mitocondria, de la identidad de un hígado o de la de un ser humano, de la identidad de un nicho ecológico o de la identidad cultural. Igualmente, desde un punto de vista material, tanta identidad puede atribuírsele a un jarrón entero como a uno roto, o tanta como a la unidad que conforman los trozos rotos con la papelera a la que se los ha arrojado. En todos ellos es posible identificar un ser, una realidad con persistencia más o menos duradera, más o menos compleja, más o menos dependiente de elementos externos al objeto enmarcado (56).
Pasemos a la ética. En una perspectiva fisicalista de la naturaleza, el tipo de identidad no sirve para conferir privilegios, para defender la dignidad de unos determinados estados respecto de sus contrarios. ¿Qué hay de bueno en catalogar la identidad humana de biológica o de racional? Especialmente cuando el autonomismo ha recordado al biologicismo que el hombre no tiene por qué aspirar necesariamente a la supervivencia: -ni a la suya ni a la ajena-. En un mundo desencantado como éste al que la Neuroética se encamina, solo los afectos y las ficciones -lo práctico, como diría Farah, lo cosmético, como lo llamo aquí-, sirven de excusa para guiar la conducta. Sin embargo, este esquema conduce a un callejón sin salida. ¿Cómo jerarquizar y seleccionar el conjunto de apetitos que colorean de manera tan diferente nuestro mundo? Ya no es posible apelar a la naturaleza humana, porque ésta es lo que se niega en el proceso de naturalización del hombre. ¿Y apelar a los sentimientos humanos? Ellos son precisamente aquello que se ha puesto a nuestra disposición. ¿Y puede un sentimiento priorizarse en nombre de otro sentimiento? Habría entonces que justificar el sentimiento previo, y así ad infinitum…, mejor, hasta que el sujeto abandone toda pretensión de fundamentar sus acciones y se entregue en brazos de la conducta emotivista, cosmética o, como también podríamos denominarla, azarosamente sentimental.
Lejos queda la concepción clásica de Naturaleza, ámbito de fines, de esencias, de un mundo poblado por unas sustancias que armónicamente se mueven, según su ánima, hacia el lugar que les corresponde en el universo, esto es, de acuerdo a su dignidad. En Aristóteles, por ejemplo, la referencia a la naturaleza humana, igual que la referencia a la naturaleza de las diferentes realidades animales o vegetales, apunta a trozos de mundo radicalmente distintos de aquellos otros definidos como realidades accidentales o contingentes. Las primeras poseen una identidad definida bajo criterios teleológicos y, por ellos, distinguibles no por su estado o movimiento sino por su actividad, por el fin que principia su dinamismo y hacia el que se dirige. Es el fin lo que distingue las causas internas, íntimamente atribuibles al ente, de las externas. O expresado a la inversa: lo que las caracteriza no son unas coordenadas físicas o unas funciones dirigidas a la persistencia del ser. Entre otras razones, porque en determinadas circunstancias, lo natural, lo mejor para un determinado ser, es perecer. Por la misma razón, un suceso fortuito no es susceptible de ser tratado con dignidad, pues carece de finalidad, pero sí un caballo o un hombre, si bien la dignidad en ambos es distinta pues diferente es también su finalidad, su naturaleza, el lugar que deben ocupar para su bien y para el bien del universo (57).
Si no hay espacio para la finalidad, para la naturaleza humana, en un mundo naturalizado como es el que presenta la Neuroética, mucho menos para la noción de persona, aquella con la que se designa a la realidad responsable, capaz de disponer de fines: aceptando los naturales, negándolos o creando otros nuevos con los que guiar la voluntad. La presencia de fines es condición necesaria para que exista la conducta voluntaria, aunque como correctamente señala Robert Spaemann, no es suficiente. Poder elegir entre el bien y el mal exige que un individuo no sea todo naturaleza, pues ésta es la única forma de justificar que posea capacidad para trascenderla, para separarse de esos fines de los que va a disponer. Ésa es también la razón por la que Spaemann hace notar que, cuando comienza a instaurarse en Occidente la antropología de la responsabilidad -que introduce la tradición judeocristiana, aprovechando en muchos aspectos los planteamientos aristotélico y superándolos en otros-, empieza a utilizarse el concepto de sujeto para nombrar a cada ser humano. Con este término, derivado etimológicamente del latín subjectus -que significaliteralmente lo puesto debajolo que subyace-, se recalca la tesis de que el individuo no es solo naturaleza, ni siquiera naturaleza humana, sino un alguien con atributos más divinos que mortales (58).
La naturalización del ser humano a la que pretende conducirnos la Neuroética implica necesariamente la nihilización de la experiencia moral. Ambos fenómenos relacionados con el ocaso del sujeto. En torno a este descubrimiento milenario, pero de conquista reciente, giran buena parte los movimientos filosóficos, científicos y sociales de la modernidad. Y en su embate, que algunos bautizan como la crisis de la modernidad, la Neurociencia toma un papel crucial. Ella es el arma con la que el hombre, bien llamado pos-moderno, pretende destruir los mitos dualistas. Ingenuamente, se presenta también la Neurociencia como salvadora de la identidad humana. Veamos a continuación por qué los vaticinios son buenos para la primera empresa, pero nefastos para la segunda.

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